domingo, 16 de septiembre de 2012

Orígenes e historia



Origen de las sevillanas
Las sevillanas son, como otros muchos cantes aflamencados, una forma de lírica popular simplificada para el baile, derivada de las seguidillas castellanas y cuyos antecedentes literarios parece hay que buscar en las antiguas jarchas, mwasahas y zéjeles.
La seguidilla inicial de cuatro versos había llegado en los últimos años del siglo XVI, al decir de Rodríguez Marín, a «tener individualidad literaria propia en los regocijos populares, con una musiquilla tan ligera y alegre y un baile tan retozón, provocativo y afrodisíaco que no había más que pedir». Como bailes y cantes populares, las seguidillas se recogen desde antiguo en la documentación como propias de pícaros y marginados que practicaban estructuras sencillas en la música y cadencias sensuales en la danza, para su mayor solaz y gusto.

"Seguidilla sevillana"
Encastrada en este tronco de la seguidilla, la llamada «seguidilla sevillana» se individualiza a mediados del siglo XIX, justamente cuando toma cuerpo la Feria de Sevilla. Hasta entonces se venían practicando, además de las seguidillas populares, relacionadas en la literatura teatral de sainetes y tonadillas, las dieciochescas «seguidillas boleras» de clara influencia francesa, muy estilizadas y del gusto de la «alta sociedad». En el siglo XIX se añaden definitivamente a los cuatro versos de que consta la estructura básica de la seguidilla manchega o castellana los tres versos de «estribillo», y es ahí cuando podemos comenzar a hablar propiamente de «sevillanas». Con tal denominación se relacionan por primera vez en el famoso poema heroico-cómico del Conde de Noroña «La Quincaida» (1799), donde se lee: «cantó la malagueña y sevillana».
Toda una pléyade de viajeros románticos decimonónicos darían cuenta de estos bailes. Al decir de Davillier, que escribió en 1862 su conocido «Viaje por España», en su ejecución «Eran casi todos artesanos, pues las personas de la clase alta rara vez se dignan asistir a los «bailes de palillos», es decir, a los bailes de castañuelas». Parece que es también en el siglo XVIII cuando se produce la reglamentación hoy conocida del baile, pues en 1740 el Maestro Don Pedro de la Rosa, a su llegada de Italia, «redujo las seguidillas y el fandango a principios y reglas fijas», según testimonio de Ignacio de Iza Zamácola, Don Preciso, a finales del ochocientos. El Diccionario del Ballet y la Danza de Gachs (1847) es la primera obra que distingue las que bien podrían asimilarse a las actuales sevillanas, que por entonces se disfrutaban con deleite en cualquier fiesta de vecinos de Sevilla. José Luis Ortiz Nuevo recoge noticias al respecto: «Anoche hubo festejo, cante, baile y canto del país en una casa de vecinos de la calle Teodosio... donde brillaban mozas como mosquetas, mozos crúos, bailadores y cantadores de mistorró. La función estuvo tan divertida como pacífica, y al retirarnos a la una y minutos hacia nuestros hogares vibraba en nuestros oídos la siguiente seguidilla...» (La Andalucía, 30-6-1858).
La prensa no cita las sevillanas con ese nombre hasta 1889, en una descripción plena de modernidad que constata su definitiva implantación en la Feria y que leemos en «La Izquierda Liberal» del 25 de abril: «El rasguear de las guitarras, el repiqueteo de los palillos, los cantos llenos de gracia y los movimientos ondulantes de las parejas bailando sevillanas se observaban por doquiera». El baile por sevillanas representa una manifestación singular de lo que Romero Murube denominaría el «propósito unánime del gozo», en el que se funden el sentido ritual, social, emocional y hasta «de conquista» entre hombres y mujeres.


Evolución vertiginosa
A finales del XIX, las sevillanas ya debían ser más o menos similares a las que hoy conocemos, aunque con alguna diferencia de matiz. Conviene recordar que las sevillanas son uno de los estilos folklóricos que más transformaciones han sufrido, a la vez que lo hacían los gustos y costumbres. A partir de estructuras básicas, las sevillanas siguieron una evolución vertiginosa. Nacen como una música pegadiza y llana, con letras de fácil recuerdo que, en origen, constituían repertorios transmitidos oralmente. Así lo afirmaba en 1799 Don Preciso, firme defensor del casticismo de la seguidilla frente a esos «nuevos cantes» que con el tiempo se llamarían flamenco: «Entre la gente menestral y artesana conozco a una porción de jóvenes de las más bellas disposiciones, no sólo para cantar seguidillas, sino también para componerlas y sean capaces de componer tanta variedad de seguidillas como dan cada año, llenas de todo buen gusto y melodía si cabe». A tenor de las placas de pizarra impresionadas por cantaores que vivieron la transición entre los siglos XIX y XX, entonces eran más aceleradas, partidarias de voces agudas y ágiles, y sus intérpretes tenían mayor respeto por el compás que por el lucimiento personal. Su éxito popular era innegable, y atribuible en gran medida a sus abundantes repeticiones, estribillos (Y eso lo dijo / uno que estaba arando / en un cortijo), «versos-tampón» (Ole, Dolores; Riá, Riá, Pitá), y «metidillos», como el célebre «Lo tiré al pozo, mi arma, lo tiré al pozo».


Sevillanas corraleras
Hoy se encuentra en desuso la modalidad popular originaria de sevillanas que trata asuntos más bien picantones, locales, de vecindad, amoríos y piropos de las llamadas «sevillanas corraleras». La renovación de los repertorios que se inicia con la difusión del microsurco en los años 60, y en ella tuvieron notable protagonismo los Hermanos Toronjo y los Hermanos Reyes. Estos últimos diseñaron la estructura definitiva en cuatro partes con repetición del estribillo. A partir de entonces comienza a registrarse la autoría de cantes y letras, acompañada de una mayor complejidad musical, se inicia el alargamiento versicular y una cierta especialización temática, al recuperarse las «seguidillas» o «sevillanas bíblicas», y eclosionar las «sevillanas rocieras», desde entonces imparables. Y es que la sevillana ha tenido la misma dinamicidad que los acontecimientos festivos a que han ido unidas, en particular el Rocío y la Feria, progresivamente desvinculada de su vocación ganadera, y que ha trascendido ya para siempre del mercado a la pura fiesta.
La sevillana ha sido, en suma, un producto en continua transformación según las tendencias mercantiles y artísticas y los condicionantes históricos, tanto en los contenidos de sus letras como en su música. Como el flamenco o el traje de gitana, la máxima prueba de su vivacidad es la existencia de «modas» en el género. A partir del boom de los 80 -cuando llegaron a grabarse hasta 200 discos de sevillanas al año- se introducen en el mercado prácticas como las sevillanas sinfónicas, con nueva instrumentación y palmas cruzadas en vez de las de «ritmo llano», y se desplazan los sencillos temas de la sevillana tradicional hacia folletinescos asuntos de gran éxito comercial en juegos de voces elaborados. Los ritmos ajenos al ternario, la pérdida del compás o su disolución en melismas aflamencados, tienen que ver con el salto acaecido entre las «sevillanas para bailar» y las «sevillanas para escuchar». Lo último en grabaciones son los coros de sevillanas, primero rocieros, y luego de «sevillanas-fórmula», de gran predicamento como registro sonoro prefabricado de la fiesta, frente a los que la sevillana tradicional cantada a viva voz todavía consigue arañar algún hueco entre el bullicio de los decibelios.